jueves, 1 de julio de 2010

La ironía de la vida

Cuando era niña no había para mí manjar más exquisito que un pedazo de pan. Bueno, en realidad uno no, sino tres, siempre he sido de buena cuchara. Vivía para que llegara la hora de la cena: Pan con mantequilla, pan con jamón y queso, pan con chocolate, en fin, todas las variedades posibles.

Claro que en una casa normal hacen sus víveres de vez en cuando, pues hay que alimentar a la familia, y la creencia más clara que tiene un dominicano es que con el plátano es que se alimenta.

Gran dolor para mí, pues sólo había algo peor que No Comer Pan, y era tener que comer plátano.

En el único lugar donde me comía mi mangú sin protestar era donde tía Mimín, y no sólo porque no hubiera servido de nada dicha protesta, sino porque era algo hecho con tal esmero y dedicación que le daba al plátano un estatus que raramente le he visto otra vez.

Nunca vi los preparativos pero, mientras mi prima y yo jugábamos por ahí, en la cocina se iba dando una especie de ritual donde, a cada plátano hervido hasta su punto exacto, se machacaba una y otra vez, pedazo por pedazo, pedacito por pedacito, hasta disolver cualquier grumo intruso que quiera quedarse por ahí.

Luego seguía la mezcla de este puré con unos huevos hervidos blanditos, que lo iba suavizando mucho más hasta darle una consistencia cremosa y suave, que se servía en cada plato esperando que: huevo frito, queso frito y salami frito llegaran a hacerle compañía y terminaran de gestar ese banquete que podía repetirse día a día en ese hogar.

Que ironía de la vida, recordar y anhelar de esta manera inigualable el ingrediente más detestado en mi niñez. Por eso hoy honro esas memorias y esas manos que lo preparaban tratando de hacer con esa receta lo que ha sido mi primer mangú.





No hay comentarios: